LAS DOS IGLESIAS Y LA ORDEN DE MALTA

Por F. v. R.

(Traducción libre del alemán)

Es cosa pública que la Iglesia atraviesa por malos momentos. No sólo es cuestión de unos sacerdotes indignos que se han dejado arrastrar por sus pasiones, escandalizando al Mundo. No es cuestión tampoco del horror sufrido por alguna orden religiosa. Son asuntos graves, desde luego, pero no alcanzan ni con mucho la verdadera problemática que sufre la Iglesia de Roma. El cáncer que la corroe no es más que una pérdida de autoridad moral por falta de ejemplaridad en algunas de sus más altas jerarquías. Esta merma en la condición de referentes morales y religiosos que afecta a muchos miembros de la escala jerárquica eclesial está haciendo estragos entre los fieles y, muy especialmente, entre los jóvenes que es donde se encuentra la fuente de las vocaciones y el futuro.

Cada vez hay más cristianos que buscan las respuestas directamente en Cristo Salvador, y menos los que lo intentan por medio de la Iglesia. Cristianos que buscan a Dios en su interior y que huyen de jerarquías poco adecuadas, de oratoria repetitiva y carente de carisma, de preceptos obsoletos e incomprensibles, de parafernalia que difuminan y distorsionan la limpieza y sencillez del mensaje de Cristo. Otros muchos fieles se dejan engañar por "predicadores" televisivos y sectas, que tienen la habilidad de aparecer convincentes y creíbles. ¿Qué ocurre pues para que la Iglesia de Jesucristo esté perdiendo su carácter de intermediaria entre Dios y los hombres? La respuesta podría argumentarse de muy diversas formas, pero hay una entre ellas que es de la mayor obviedad y que podríamos llamar la teoría de las dos iglesias. Si como viene ocurriendo, Jesucristo es oído por los corazones de los hombres, pero éstos encuentran esa voz en su propio interior y no en la palabra y el ejemplo de la Iglesia, quiere decirse que gran parte de la jerarquía católica ha perdido la capacidad de transmitir el valioso mensaje de Cristo.

Dios hecho hombre nos dejó una iglesia sencilla y transparente, dirigida por personas humildes. Simples pescadores y artesanos elegidos para divulgar la Palabra en medio de un ambiente hostil. Hoy la Iglesia se ha convertido en una complejísima organización donde tiene amplia cabida lo que, en sus orígenes, no se hubiera aceptado jamás. Las humildes jerarquías designadas por Jesucristo han sido sustituidas por otras que, en gran parte, se regodean en las vanidades, predicando una cosa y practicando otras. No transmiten con fe y ejemplaridad el valioso mensaje que pregonan, causando en la Iglesia una profunda crisis de imagen y de credibilidad. Parece que el mal prevalece sobre la virtud en el mismo corazón de la Iglesia. ¿Cómo es posible que exista el mal dentro de una institución fundada por el mismo Jesucristo, cuando Él mismo dijo que las fuerzas del infierno no prevalecerían contra ella? Cierto es para los que creemos. Pero al mismo tiempo nos preguntamos si Jesús, con estas palabras, se refería sólo a la Iglesia que une los corazones, a la Iglesia que se forma con la fe de los creyentes, que surge de la fraternidad de todos los cristianos, a la Iglesia de pastores santos y misioneros de la fe, a la Iglesia que ora, a la Iglesia que cree, y que se aglutina en el amor y en la caridad; a la Iglesia humilde que predica con el ejemplo y se entrega sin límites. Ésta es, desde luego, la Iglesia de Cristo que Él impregnó de fortaleza divina. Hay otra Iglesia que en parte daña a la anterior, la oficial, la iglesia-Estado donde el bien se enturbia con las pasiones, las ambiciones y la corrupción. Una Iglesia que los hombres han sobrecargado de vicios humanos. Una Iglesia donde hay pastores pusilánimes que no se enfrentan con decisión a los poderes políticos que ofenden su doctrina y que, por el contrario, exigen a sus fieles valentía para ello; donde los ambiciosos hacen carrera a cualquier precio; donde muchos predican de forma hueca, sin fe y sin amor a Cristo, utilizando la palabra de Dios como mero instrumento al servicio terrenal de deseos personales. Una Iglesia en la que, con frecuencia, se intenta adoctrinar desde la superioridad, considerando su poder como un exclusivo privilegio para controlar y dominar al Mundo, para aumentar su fuerza temporal y su prestigio político. Esos malos pastores pretenden santificar a los demás sin santificarse ellos mismos; predicar con la palabra pero no con el ejemplo. Esta no es la Iglesia a la que antes nos referíamos. Es la iglesia débil frente a la Iglesia fuerte. Es más bien aquella a la que Carl Marx llamaba el opio del pueblo.

El núcleo de esta iglesia desviada se esconde en los pasillos vaticanos, un lugar donde es bien sabido que la honradez, la bondad, la rectitud y la humildad, en vez de constituir pruebas de virtud son obstáculos insalvables para prosperar en la carrera eclesiástica. El Colegio de Cardenales, que gobierna la Iglesia, tiene desde luego hombres íntegros, incluso santos varones, pero tiene también otros miembros que se han dejado vencer por sus propios intereses y han caído en la corrupción. Las manzanas podridas estropean el saco, cuanto más si abundan en él. El gusto por la buena vida, por los insulsos actos sociales, el aprecio por las condecoraciones y las vanidades, el nepotismo, el amiguismo, la sexualidad, los vicios ocultos, la intriga y sobre todo la atroz ambición hacen estragos en el Sacro Colegio. Dirigidas por cardenales, algunas Congregaciones funcionan de forma errática, según conviene en cada momento, incurriendo en el relativismo moral que tan justamente critica el Santo Padre, único referente inatacable. Mientras, los Tribunales eclesiásticos se olvidan a menudo del Derecho Canónico, e incluso lo transgreden cuando les interesa. El mismo Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, última instancia jurídica, emite a veces sentencias donde prevalece el interés personal, material y político sobre el espiritual y canónico, como acaba de ocurrir en un sonado caso relacionado con la Orden de Malta. Allí, la masonería, los servicios secretos y otras organizaciones compran voluntades y fuerzan resoluciones a su interés y conveniencia. Las compran porque hay quien las vende.

En el Vaticano vale mucho más una buena amistad que todo el Derecho canónico, una simple condecoración oportunista más que la buena fe y la capacidad de intriga más que las virtudes tradicionales; y, así, incurriendo en la más grave prevaricación, unos pocos manchan a todos, traicionando a su propio Derecho, a su Religión y, en definitiva, a Cristo. A un Jesucristo que, con esta conducta, vuelven a vender por treinta denarios de plata. Quién sabe lo que llega a oídos del Papa y los intentos de manipulación que debe sufrir, pero lo que sí está claro es que hoy no es tan fácil engañar a una humanidad que alcanza a conocer hasta los mayores secretos de Estado. Todo se sabe. Roma veduta, fede perduta dice el viejo adagio tan cierto como la vida misma.

Este mal ambiente que emana del Vaticano anula el perfume de la verdad, de la justicia y del amor que también parte de él como centro espiritual. Es un tufillo sulfúreo que, perplejos, perciben muchos cristianos y que les lleva a dudar si ésta es de verdad la Iglesia que quiso Jesucristo. Y el final de ese trayecto se encuentra en la separación de una Iglesia que defrauda a jóvenes y mayores. La confusión reinante deja a los cristianos prácticamente solos ante Cristo, su única esperanza. Ante las dudas que suscitan muchos de sus pastores, les queda la llamada divina y el diálogo interior pues su Voz nos conduce limpiamente a la salvación. El ejemplo de Cristo brilla, aún más si cabe, sobre la falta de ejemplaridad que afecta a una parte significativa de las actuales jerarquías eclesiásticas y que extiende un injusto velo sobre las restantes. Cierto es que hay muchas excepciones, pastores santos que el cristiano debe buscar y oír. Prueba de la avidez que siente el ser humano por la Palabra divina, es la enorme afluencia de fieles que acude a estos buenos sacerdotes, por lo demás escasos. En última instancia, quedan para el cristiano dos grandes referencias limpias de cualquier sombra de duda, el Santo Padre y la Iglesia misionera, partes admirables de un todo cada vez menos fiable y más controvertido.

Lo que ocurre en el núcleo se extiende a los átomos. Así vemos escándalos en algunas instituciones religiosas, congregaciones, parroquias y en otros lugares, que pasan de ser centros de culto a ser focos de enfermedad moral. Unos, porque están desorientados ante la situación y no encuentran su carisma; otros, porque aprovechándose de la debilidad vaticana se han desviado voluntariamente de su camino. Hay muchos ejemplos, aunque sólo nos referiremos a uno de ellos. Hace mil años un santo varón fundó una congregación para cuidar a enfermos y peregrinos. Tuvo tal éxito que su legado ha perdurado en la Historia, llegando a convertirse en una institución poderosa y en el bastión de la cristiandad durante muchos siglos. Hablamos de la Orden de San Juan de Jerusalén, también conocida como de Rodas y de Malta. Un milenio de muchas luces y escasas sombras ha sido la trayectoria de estos gloriosos monjes-enfermeros-soldados de Cristo. Tres pilares la sustentaban. La religión, la nobleza de espíritu y la caridad con los enfermos y menesterosos. Una historia preciosa que, tristemente, está llegando a su fin, pues la institución ha sido asaltada y sus principios violados a conciencia. Las propias jerarquías de la Orden han eliminado, poco a poco y voluntariamente, su esencia más profunda: la religiosidad y la caridad. Aún mantienen la forma externa porque conviene a sus intereses, que buscan liberarse a toda costa de la dependencia de la Iglesia, fuente de su legitimidad. Una vez desligados de ataduras eclesiales, aspiran a convertirse en una gran ONG independiente y "soberana" para manipular así, a su antojo, sus enormes propiedades y alcanzar sus perversos objetivos.

El asunto viene de lejos. En 1953 el Papa Pío XII cortó de raíz esos aires independentistas, mediante Sentencia de 24 de enero, emitida por una comisión cardenalicia nombrada al efecto. Esta Sentencia, que sigue vigente, fue definitiva y no susceptible de apelación. Según ella, la Orden de Malta es una orden religiosa que depende de la Iglesia y también de la Iglesia dependen todos sus miembros. La Sentencia era imperativa pero la Orden utilizó todo tipo de artimañas para evitar su cumplimiento. Desde entonces, sus jerarquías no han abandonado ni por un momento la intención de quitarse de encima a la autoridad de la Iglesia. Siguiendo un camino bien trazado, se han ido apartando poco a poco, de forma sutil, alegando con insistencia una supuesta soberanía inexistente. Con la redacción de la última Carta Constitucional y Código de la Orden, en 1997, nunca han estado más cerca de ese funesto objetivo. Aprovechando los numerosos problemas internos de la Iglesia y previo el oportuno reparto de unas cuantas condecoraciones por aquí y unos dineros por allá, consiguieron que la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, responsable de la Orden, hiciera la vista gorda y autorizara estas nuevas normas que son de todo punto de vista ilegales y que representan una catastrófica traición a su espíritu histórico. Dichos textos legales vulneran de pleno la Sentencia Cardenalicia de 1953, consagrando esa independencia que tanto ansían sus jerarquías aunque no sus miembros.

¿Cómo es posible que esta Orden, conocida en la historia como la Religión, puntal de la fe y de la cristiandad, se esté apartando de su carisma fundacional? La explicación es sencilla y, como acabamos de decir, se encuentra en la voluntad de sus jerarquías. Los que antes eran grandes señores, creyentes hasta la médula y leales a la Santa Sede, han sido sustituidos por personas de dudosa religiosidad y oscuro origen. Los dos últimos jefes de la Orden, los Grandes Maestres Bertie y Festing, fueron elegidos por su falta de carácter y su debilidad para ser manipulados fácilmente. La Orden de Malta es una pera en dulce para ciertas organizaciones de dentro y de fuera de la Iglesia. De estar en buenas manos, su poder, su historia y su capacidad son instrumentos muy útiles para hacer el bien, pero también lo son para hacer el mal y penetrar en la Iglesia por una de sus puertas con aviesas intenciones. Por desgracia, instituciones oscuras han conseguido ese objetivo. Nos referimos a la masonería que se ha apoderado de la Orden, apoyada por el poder gay. Ambos quieren cambiar el mundo para imponer sus ideologías y dominarlo a su voluntad. ¡Qué mejor camuflaje para penetrar en la Iglesia con fines malignos que esta antigua y prestigiosa orden! El efecto ha sido inmediato. La mayoría de sus miembros, desengañados y desilusionados, se ha apartado y desentendido de la institución. Algunos, más valerosos y fieles a su fe, se han enfrentado con los oscuros intrusos y han sido expulsados sin causa y sin proceso. Mientras tanto, la Iglesia mira hacia otro lado y deja que la Orden se pierda para Cristo y se gane para las fuerzas del mal. Por ello, ciertas jerarquías vaticanas, que lucen vanamente en sus pechos rojos la insignia de bailíos gran cruz de la Orden, son culpables una vez más.

Es obvio que a la luz del Derecho Divino y del Derecho eclesiástico, la Orden de Malta debiera ser intervenida por la Iglesia, y su Carta Constitucional y Código anulados, pero obvio es también que esto no se va a producir cuando resulta que una buena parte de los cardenales que componen el Sacro Colegio son miembros activos y dignidades de la propia Orden. Saben pero no actúan, como sabían y ocultaron desde el papado de Pío XII y a pesar de este gran Papa, es decir, desde hace más de cincuenta años, lo que ocurría con los Legionarios de Cristo. Por eso hablamos de las dos Iglesias, una de Cristo y otra alejada de Él. La Iglesia Católica Apostólica y Romana ha incurrido en una gravísima responsabilidad frente a Dios y frente a los hombres, pues está poniendo a éstos últimos en la tesitura de tener que elegir. Todo ello indica que la que debe reformar ha de ser también reformada. Las manzanas podridas han de ser apartadas de su ministerio, los sepulcros blanqueados no deben tener cabida en ella y la imagen de Jesucristo debe brillar en todos los que predican su Palabra. De vivir San Pablo, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz, por citar algunos, no cabe la menor duda de que iniciarían esa Reforma. Quiera Dios enviarnos un reformador que limpie la Iglesia de todo mal y que la convierta de nuevo en la Santa Madre de todos los cristianos como quiso Jesucristo Nuestro Señor. Lo demás vendrá por añadidura. Que así sea.

Kreuzberg, 3 de diciembre de 2010.